-¿Por qué la mató? -Preguntó enérgicamente por enésima vez el investigador al sujeto andrajoso, atado a la silla bajo la luz de neón amarillenta de la habitación.
El hombre no emitió palabra alguna. Sin embargo, miraba fijamente la lámpara, cabeza arriba y con la boca abierta desde donde le escurría una sustancia viscosa, lejano a lo que es la saliva humana. Tenía una mirada perdida, negra como la noche sin aparente división entre el iris y su pupila. Un pequeño círculo neón se dibujaba en cada perla negra de su rostro. Dicen quex tiempo atrás había tenido unos bellos ojos marrones, pero nada confirmado. No había fotografías que lo acreditaran.
Miraba fijamente hasta el techo mientras la húmeda habitación parecía encogerse lentamente frente a él. El investigador, de apellido Bolívar, Pedro Bolívar para ser exacto. Ese era su nombre en la policía. A él se dirigían todos y le respetaban. Bueno, este tal Pedro Bolívar había perdido la paciencia tres horas atrás con el aún desconocido.
-No hay nombre, apellido, edad mucho menos- decía una voz femenina del otro lado del cristal al comandante Carlos Perales.
-Que siga insistiendo -sentenció el hombre sobresaltado.
De regreso a la habitación, un timbre le avisó a Pedro Bolívar que había que seguir insistiendo ante su desconocido culpable lo sucedido con esa mujer en la calle Constitución.
-¿Por qué la mató? -cuestionó nuevamente Bolívar posado sobre los hombros del sujeto, le enderezó la cabeza de un jalón de greñas y lo miró fijamente a los ojos.
Inmediatamente, Pedro Bolívar sintió una descarga eléctrica que subió desde su mano, con la que sujetaba su cabeza, hasta su corazón. Lo tumbó. Entre sus convulsiones, el policía veía ciertos pasajes de su vida. Se le regresó la cinta, como dicen los que tocan las puertas de San Pedro y viven para contarlo.
La mujer policía, que minutos antes le había tocado la chicharra para que siguiera el interrogatorio, intentó entrar en la habitación pero todo intento fue en vano. El pomo de la puerta se había atascado y no había manera de girarlo. Tocó repetidamente con su palma el cristal de la puerta del interrogatorio, pedía a gritos que le abrieran. Todo intento fue inútil.
La oscuridad reinaba la vista de Pedro Bolívar. No podía ver nada, todo era tinieblas. Un suspiro era el equivalente a una racha de viento. Cualquier pisada de animal era un ensordecedor sonido en sus oídos. Instantáneamente había maximizado su oído. Además, sentía las fibras del suelo en cada microparte de su piel y los olores que percibía distaban mucho de los que minutos antes y que durante toda su vida había olfateado.
¿Qué sucede? ¿Dime qué me has hecho inmundo animal! -gritaba tumbado en el suelo.
El extraño sujeto, inmóvil, no decía nada, no movía la mínima parte de su ser y no parpadeaba. La escena era la siguiente: un hombre atado a una silla, mirando la luz neón en el techo. El investigador cegado por un extraño golpe de energía, en el suelo implorando saber qué había pasado y fuera de la habitación, un puñado de policías intentando abrir la puerta, sin resultado alguno.
-Ayuda -escuchó el investigador.
-¿Qué ha dicho? -preguntó asombrado.
-Ayuda. Por favor.
-¿Qué sucede? ¿Escucho su voz pero no lo veo?
-No necesitas verme, lo único esencial es que me escuches aunque no pueda hablar. Como tú. Tampoco hablas, estás mudo pero hay una conexión especial entre tú y yo.
El investigador permaneció tumbado en silencio. Se llevó una de sus manos a la boca y pudo percatarse entonces de que sus labios estaban sellados mientras, aparentemente, hablaba.
-¿Qué me ha sucedido?
-Lo mismos que a mí. Este es un estado de total desquicio y sólo así como me viste, en el estado en el que me encontraste se puede sopesar el dolor que ahora siento. Que ahora compartes.
-Qué estas tratando de decir…
-Algo se rompió dentro de mí. Lo mismo que se rompió en ti cuando me zarandeaste la cabeza. Te conectaste de cierta forma con mi sentimiento. Y ahora tendrás que sobrellevarlo conmigo.
-No siento nada. Estoy frío y no puedo hablar. Siento una cuerda que me estrangula y mis oídos parecen haber escuchado el estallido de cientos de bombas nucleares. Ese silbido no me deja. Todo lo que toco está exageradamente detallado, huelo lo peor que pude haber olido antes. No sé a que huele realmente.
-Yo sí sé a qué huele. Huele a rancio y putrefacción. ¿Sabes de dónde viene ese olor ahora mismo?
-No.
-Huele tu ropa, tus manos.
Pedro se llevo las manos a su nariz y antes de poder rozar su propia piel las alejó lo más que pudo.
-¡Qué es ese maldito olor de mierda y por qué lo tengo en todo el cuerpo!
-Decepción. Ese olor es la decepción de tu alma. La traición en tus venas que circula y bombea tu corazón errante ahora mismo.
-¿Qué?
-Piénsalo, ¿Eres casado?
-Divorciado. ¿Por qué?
-Supongo que no terminaron bien las cosas ¿o me equivoco?
Bolívar calló unos minutos. Rebobinó su mente y recordó el momento exacto en el que entró a su alcoba. El rechinar de su vieja cama de metal acompañó el recuerdo al instante. Su mujer, una joven de 29 años, trigueña y cabello rizado, movía lentamente sus caderas entre las sábanas blancas de satén. De la nada, unas manos albinas rodeaban su cintura y posaron sus dedos medios en los hoyos de Venus, fuertemente marcados en su delicado cuerpo.
Rabia, desesperación, cólera y los peores sentimientos jamás descritos se apoderaron del alma de Pedro Bolívar en ese instante.
-Imposible, ella huyó con un hombre y el divorcio se dio por abandono de hogar.
-Mientes y ambos sabemos lo que en realidad pasó.
En esa temporada hacía un frío del noveno infierno. Bolívar tomó el atizador de la chimenea y se dirigió lentamente hasta la cama. Escuchaba los gemidos de su esposa, casi aullidos placenteros cual placer carnal del Marqués de Sade. Le valió madre pensar en el río de sangre hirviendo que le esperaría tras asesinarla. Sin pensarlo dos veces clavó el atizador justo en la columna dorsal de su esposa. La mujer lanzó un alarido tan profundo, ensordecedor y aterrador que jamás sabrá si fue del placer orgásmico o del irracional dolor que su umbral no estaba dispuesto a soportar. Acto seguido la haló y arrastró por la duela dejando una pequeña línea de sangre, proporcional al orifico del atizador en la espalda de la mujer. Sin esfuerzo, Pedro levantó al cadavérico cuerpo de su esposa y lo colgó de la barandilla de madera, en el pasillo del segundo piso.
Inmediatamente, el joven que yacía en su cama se incorporó y replegó lo más que pudo a la cabecera metálica. Bolívar negaba con la cabeza, fúrico y con la sangre que calcinaba su corazón.
-¡No, no no! Puedo explicarlo…
Sin darle más tiempo, con el pene aún erecto y el aroma de su mujer en las manos, el cuello y su abdomen, intentó correr para salir por la puerta de la habitación. El pobre sujeto resbaló con la delgada línea de sangre. Su cráneo rebotó con estrépito contra la duela. Tumbado y con la mirada borrosa llevó sus manos a la cara. Se embarró de sangre y entre sombras vio como Pedro Bolívar levanta con ambas manos la pala de la chimenea. Fue lo último que vio antes que le cercenara la cabeza.
Un ruido metálico hizo que se esfumara ese recuerdo y que Pedro Bolívar regresara a la realidad, a la oscura y húmeda habitación, inmersa en el putrefacto olor de su alma.
-Ahora le pregunto, Pedro Bolívar, ¿Por qué la mató? -dijo el desconocido, de pie y frente a el tumbado investigador.
-Por zorra… Por zorra y mentirosa la muy traicionera.
-¿Y a él?
-Por precoz.
-Lo que sientes ahora es nada más y nada menos que culpa, ira, dolor y despecho. Pero no te preocupes. Muy pronto serán sentimientos a los que estarás totalmente acostumbrado en tu nuevo hogar.
El sonido de la puerta abriéndose abruptamente llenó la habitación de luz y dejó ver las paredes blancas y acolchonadas. Dos sujetos, de blanco también, entraron a la habitación con un coctel de sedantes para el investigador Pedro Bolívar.
-Saliva y mirada perdida… es hora de sus sedantes para que se mantenga controlado- le dijo uno al otro.
Bolívar, con la mirada perdida, veía fijamente a los sujetos mientras repetía continuamente -Quema, quema las venas, quema el corazón y mi mente, va a estallar ¡Sáquenme de aquí!
Mientras uno le abría la boca, el otro le depositaba las pastillas y lo hacía beber agua de una forma inhumana. Después de unos minutos, Bolívar volvía a su estado normal inducido, casi vegetal.
-¿Siempre huele a sí?
-¿Así cómo?
-A putrefacción -dijo uno de los hombres.
-No. huele así desde que llegó, pese a que lo asean todos los días en una tina con agua caliente. Ese olor está impregnado en su cuerpo.
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