El que gira la manivela

El que gira la manivela

Nadie me creyó cuando dije que los niños dentro del organillo no lloraban: cantaban. Que sus voces no suplicaban auxilio, sino que seguían una melodía que no pertenecía a este mundo.

Ahora que han pasado los años y el tiempo ha cubierto mi memoria con el mismo polvo que a mi calle de infancia, me atrevo a escribir lo que nunca dije en voz alta. Porque anoche escuché esa música otra vez.

Vivíamos en Xicoténcatl 131, de un barrio conocido como La España; era uno de esos con trazo de calles de plato roto, donde serpenteaban las casas con fachadas altas antiguas, dejando ver lo que una vez fue la zona de tolerancia a las afueras de la ciudad. Ahora, la mancha urbana se había comido por completo el lugar. Los gruesos muros de adobe de las casas transpiraban humedad y los techos conformados por tejas de barro dejaban pasar la tristeza. Allí crecí, entre grupos de mariachis que practicaban día y noche, y ancianos supersticiosos que se asomaban de vez en cuando a la calle.

El organillero pasaba de vez en cuando por mi casa, con rumbo al centro histórico. Su aparición era esporádica, como el mal. Nunca lo veías llegar; de pronto, simplemente estaba allí, en el jardín que formaba un pequeño triángulo en la esquina de la cuadra. Nadie sabía su nombre. Nadie recordaba desde cuándo aparecía por las tardes, girando la manivela de su caja con un movimiento lento y perverso, como si destripara a la música misma.

Cuando mi madre me amenazaba con él, no había dramatismo en su voz. Hablaba como quien da una indicación simple: si tocas el fuego, te quemas. Si no obedeces, el organillero te lleva.

Tenía ocho años, la primera vez que lo escuché. Y lo sentí antes de oírlo. Era como un temblor interior, un zumbido en los dientes, un escalofrío que te eriza la piel de pies a cabeza. Luego, la música: arrastrada, desafinada, como si cada nota fuera arrancada de la garganta de alguien invisible.

Y entonces lo vi.

No era como los de las películas. No tenía colores ni adornos, mucho menos un mono capuchino que pidiera monedas. Vestía ropas grises y el sombrero caía sobre su cara. Nunca lo vi pestañear. Rara vez se detenía. Y cuando lo hacía, solo giraba la manivela.

Pero lo que me paralizaba era la caja. De madera vieja, con grietas por donde se filtraba un vapor denso, dulce y nauseabundo. Yo creía —sabía— que dentro vivían niños. No dormidos. No muertos. Presos.

Una vez, lo soñé. Yo dentro de la caja. No podía moverme. La oscuridad era total, pero sentía otras respiraciones pegadas a la mía. Alguien sollozaba. Otro murmuraba una canción sin palabras. Y cuando quise gritar, me di cuenta de que mi voz también era música. Música rota.

Desperté empapado en sudor. Mi madre, al verme, solo dijo:

—Es porque no te portas bien.

Con el tiempo, ya no bastaba con mirar por la rendija. Empecé a seguirlo. A veces caminaba hasta la esquina de la tienda, cerca del teléfono público, donde solíamos hacer llamadas de broma Yaret y yo. Otras veces, se perdía por el callejón, junto al puente, donde se instalaba el mercado de pulgas, cerca del río; hasta los perros parecían esconderse de él. Lo curioso era que nadie más lo veía. Les preguntaba a mis amigos si habían escuchado la música. Decían que no. A uno le pregunté si le daba miedo el organillero y me dijo:

—¿Cuál organillero?

Eso me rompió. Empecé a preguntarme si lo había inventado. Si mi mente, saturada de cuentos y castigos, había parido esa figura para justificar mi miedo.

Pero entonces desapareció Gabriel.

Tenía ocho años, igual que yo. No era mi vecino, pero íbamos a la escuela juntos. Una tarde jugábamos con uno de mis títeres cuando se escuchó la música. Él se quedó paralizado, igual que yo. Me miró. Le pregunté si lo oía. Asintió temblando.

—¿Qué es eso? —dijo.

—Es el organillero.

Nos escondimos tras la reja de la casa, pero él dijo que algo lo llamaba. Que escuchaba su nombre entre las notas.

Y entonces corrió. Lo seguí hasta el callejón donde siempre se desvanecía. Lo vi detenerse frente al organillero. Este giraba la manivela con una sonrisa leve, incompleta. Gabriel se acercó.

La caja se abrió.

No grité. No pude.

La caja se abrió como un bostezo. Y se lo tragó.

Corrí hasta perder la voz. Nadie me creyó. Dijeron que Gabriel se había ido con su padre, que nunca estuvo con nosotros esa tarde. Pero yo vi cómo desapareció entre los engranajes de esa caja maldita.

Y desde entonces, me convertí en otro.

Los años pasaron. Dejé el barrio, la ciudad, incluso el país. Pero la música me perseguía. No siempre con sonidos, sino con gestos: una rueda oxidada que chirriaba en un mercado, una melodía lejana sin fuente, un sueño repetido.

Y anoche… lo escuché de nuevo. 

No en la calle. Dentro de mi casa. En mi sala. En mi pecho.

Ya no estoy seguro de haber escapado. Porque cuando me acerco al espejo, me descubro moviendo los labios con la canción. Porque la caja —lo sé ahora— no está allá afuera.

La llevamos dentro.

Y en algún momento, todos giramos la manivela.


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Soy Fernando Castillo

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