Caminando por la orilla de una playa congelada, alcancé el punto de no retorno. A -13 grados Celsius, temblando de frío, observé cómo trozos de hielo danzaban al compás del vaivén de las olas a las 10:30 de la mañana. Me detuve frente al camino que conduce al Faro del Puerto de Montrose, inmóvil, mientras admiraba la belleza escénica del puerto y su superficie helada.
Al retroceder por el sendero, descubrí figuras que hasta entonces habían pasado por alto. Talladas en los cubos de roca caliza, que delimitan las dunas de la playa, se encontraban las siluetas de Monty y Rose; dos pequeños frailecillos silbadores que, pese al inclemente clima de Chicago, decidieron anidar en esa playa durante varios años.
Contemplándolos, dos palabras resonaron en mi mente: tiempo y memoria. ¿Acaso son ellos símbolos de esperanza y resiliencia? No, son mucho más. Monty y Rose eligieron anidar en un lugar donde no se habían atrevido otros frailecillos silbadores en más de 50 años. La espera y la resiliencia se convirtieron en la fórmula perfecta para dejar en la arena, tras emplumar a sus polluelos, una marca indeleble del tiempo y la memoria. Sin embargo, el destino fue implacable: poco después, Monty murió y Rose jamás volvió a surcar aquella playa.
Algo tan frágil como la vida, y generaciones de polluelos anidados, persiste en un paisaje invernal que se extiende como un manto inmaculado, borrando los rastros del pasado y, a la vez, preservando sus huellas efímeras. Cada copo que desciende parece susurrar secretos del tiempo, dejando trazos sutiles en un vasto lienzo blanco donde la memoria se funde con el instante.
Hoy pienso que ese silencioso espacio helado se transforma, con el transcurrir del tiempo, en una dimensión casi tangible, un suspiro que se desliza entre los pliegues de la existencia. Esas huellas en la piedra caliza se convierten en un frágil recordatorio de lo que fuimos: momentos intensos, decisiones que se desvanecen con la brisa y fragmentos de recuerdos que se niegan a ser olvidados. Al igual que en la noche oscura o en el inmenso mar, cada trazo en la nieve evoca la dualidad de la existencia: la fugacidad del instante y la persistencia de lo vivido.
Quizás, en ocasiones, la memoria se siente tan fría como la superficie de esa playa en invierno, implacable ante el paso del tiempo. Sin embargo, en el calor del verano se transforma en un refugio cálido, donde las emociones y vivencias se entrelazan, tejiendo una narrativa personal que desafía la implacable erupción de los días.
Es un juego de luces y sombras, en el que el pasado y el presente se encuentran, revelando cada recuerdo, aunque se desvanezca en la blancura, y dejando un eco que moldea nuestro ser hasta el final. Este paisaje efímero nos invita a reflexionar sobre el pasado que se disuelve y el futuro que se insinúa en cada destello de luz. La memoria es la huella imborrable que el alma deja en el camino del tiempo, tal como la figura de Monty y Rose grabada en la piedra caliza.
Así, en cada trazo de nieve se esconde la promesa de un mañana y la reverencia por lo que fue, invitándonos a transitar con la consciencia de que el tiempo, en su danza incesante, es también el custodio de nuestros recuerdos más íntimos.








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