Amiga epistolar

Amiga epistolar

Hace un mes comencé a mandar postales a mis amigos más cercanos. Solo postales con una o dos frases para felicitarles por las fiestas que se aproximaban —Halloween, Acción de Gracias, Navidad.

Cuando publiqué en mis redes sociales que había dejado las cartas en la oficina de correos, invitando a mis amigos a estar atentos a sus buzones, una de ellas —cuyo nombre no revelaré— me envió un mensaje directo con una propuesta inusual: comenzar una amistad por cartas, es decir, comunicarnos a la antigua usanza.

Fue entonces cuando me descubrí casi ajeno al arte de la correspondencia. Nací en el ocaso de las cartas familiares, cuando los sobres aún guardaban algo del calor de las manos que los enviaban. Mis únicos recuerdos de aquella práctica son ver a mi madre recoger la correspondencia en un apartado postal —porque nos mudábamos con frecuencia— y las estampillas que mi abuelo coleccionaba como quien archiva el paso del tiempo.

Hasta ahora solo le he enviado una carta a mi amiga (sé que no le ha llegado todavía, porque no he recibido respuesta). Quizá sea una nostalgia prestada —porque no viví esa época—, pero me emociona revivir esta costumbre, especialmente ahora que vivo lejos de México.

Hay algo casi ritual en escribir a alguien sin esperar una respuesta inmediata. Una carta obliga a detenerse, a elegir las palabras, a darles un peso que el teclado diluye. He escrito ya varias cartas para ella —aunque aún no las envío— y noto que, cuando tomo la pluma, acuden más cosas a mi mente que cuando estoy frente a la pantalla del celular.

Recuerdo entonces una novela epistolar de Antonio Tabucchi, Si sta facendo sempre più tardi (2001). Ese libro reúne una serie de cartas escritas por distintos hombres a mujeres ausentes. No hay respuestas, solo voces que se confiesan en la distancia, unidas por la nostalgia, la culpa y el deseo de haber dicho más. Tabucchi transforma la carta en un acto de memoria: una conversación con el vacío, donde el silencio también contesta.

Quizás en eso se convierta esta amistad: en un refugio contra la superficialidad, donde nuestras cartas —aunque espaciadas— sean ese valioso espacio de confesión profunda.

A diferencia de las voces sin respuesta de Tabucchi, nosotros nos comprometemos a mantener viva la reciprocidad, porque sabemos que solo al detener el frenesí de la inmediatez y elegir deliberadamente el tiempo de la tinta podremos escuchar la verdadera voz del otro, entablando una correspondencia que, en lugar de reflejar la distancia, sea el acto mismo de construir y celebrar nuestra perdurable cercanía.

Sé que la correspondencia languidece hoy no por la escasez de papel ni por la tiranía de la distancia, sino por una inconstancia que se ha enraizado en el alma contemporánea.

La inmediatez digital ha colonizado no solo nuestros buzones, sino también nuestra capacidad de sostener un pensamiento más allá del clic fugaz, dejando las relaciones en un estado árido, desprovisto de la paciencia necesaria para la epístola.

Así, en este nuevo paisaje comunicativo, lo que antes era la cálida promesa de una carta se ha convertido en un diagnóstico: no es la geografía la que nos separa, sino una tristeza compartida —silenciosa y constante— que nos condena a una conexión superficial.

Quizá por eso deberíamos escribir cartas otra vez: para recordarnos que el tiempo también puede ser una forma de ternura.


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