Donde la sangre recuerda

Mi historia no comienza conmigo. Comienza con una semilla de maíz que germinó hace siglos en las tierras del Anáhuac, cuando el mundo era un canto a la naturaleza y el fuego tenía voz.

La mitad de mi sangre pertenece a esos primeros que llamaron hogar a la tierra antes de que tuviera nombre. Mis ancestros miraron el amanecer sobre volcanes y desiertos, hablaban con el viento y tejían significado en cada piedra, cada constelación. De ellos heredé la paciencia de la tierra y la mirada que busca raíces incluso en el aire. 

Mis ancestros hablaban lenguas que invocaban al sol y a los dioses. Náhuatl, purépecha, zapoteco, otomí, mixteco y maya; cada uno tenía palabras que escondían un códice, un rezo y la forma de entender la existencia como comunión con el cosmos.

“Tonatiuh, tlen huelic tlahtol in toteotzin.”
(Oh Sol, sé testigo de la palabra de mis dioses).

Hasta que un día, las naves cruzaron el horizonte. De España y Portugal, llegaron los conquistadores y los soñadores, los que traían consigo espadas y evangelios, hambre y promesas.  

De ellos heredé el castellano antiguo, el mozárabe y el latín vulgar, lenguas que narraron crónicas de conquista y cantaron poemas del Siglo de Oro. Mi linaje no solo recibió el idioma, sino la contradicción: el oro y la herida, la fe y la culpa, la palabra escrita y la palabra quemada. En sus pasos resuena la mezcla que fundó un continente nuevo, hecho de sobrevivencia y mestizaje.

Del lado portugués, persiste el eco de navegantes y melancolías: el fado, la saudade, la palabra que nombra la ausencia y la transforma en arte.

Entre ellos viajaban los sefardíes, los judíos errantes expulsados en 1492, llevando consigo la sabiduría antigua, los secretos del alfabeto y la nostalgia de una patria perdida. Hablaban ladino, el judeoespañol del exilio, y oraban en hebreo litúrgico. De ellos heredé la voz que canta desde el destierro, la memoria cifrada que sobrevive en silencio.

“Aúnke estó lejós, la palabra mi keda.”
(Aunque estoy lejos, la palabra me pertenece).

— Frase en ladino

Más al norte, entre montañas y mares, los vascos aportaron la resistencia y la dureza del hierro. Fueron los que no se dejaron conquistar del todo, los que comprendieron que la libertad a veces se defiende en silencio. Allí, el euskera se alza como lengua ancestral, aislada, la voz de los montes y los mitos.

“Ez nau ahanzturak irentsiko.”
(El olvido no me devorará).

— Canto en euskera. 

Más allá del Atlántico, en las costas de Senegal, Mali, Camerún y entre los pueblos Bantúes occidentales, hay un pulso de tambor que sobrevive. Una parte de mi herencia, la africana, cruzó el océano encadenada, pero no vencida. Sus descendientes trajeron el ritmo, la fortaleza y la capacidad de convertir el dolor en arte, el sufrimiento en fe. En esa memoria genética vive la resistencia ancestral, la danza que transforma la pérdida en permanencia. Ellos hablaban wolof, bambara, fulani, duala, y otras lenguas tejidas de ritmo y genealogía oral.


De ellos proviene el pulso de los griots, los contadores de historias, los guardianes de la resistencia espiritual.

“Ku nekk ñu nekk la.”
(Cada vida tiene un nombre).

— Susurro en wolof.

Y en el extremo norte, una parte de mi ser posee una pequeña parte de un vestigio del norte frío, la curiosidad de los que se lanzaron al mar sin saber si habría regreso. Quizás uno de ellos llegó más lejos de lo previsto, dejando en mí una chispa de aventura y de osadía frente al horizonte. Esa herencia se asoma hoy como un vestigio de hielo y mitología. Lenguas de sagas y runas que contaban historias de mares imposibles y héroes que se confundían con los dioses.


Quizá uno de esos navegantes dejó su huella en mi sangre, con la curiosidad de quien mira el horizonte y se atreve a cruzarlo. Así, mi cuerpo es un mapa de idiomas y memorias. Cada lengua que alguna vez habló mi linaje es un portal ritual, un modo distinto de entender la vida y el tiempo.

Cuando me miro al espejo, no veo una sola persona ni una sola historia. Veo una sinfonía de voces antiguas, cada una hablándome desde un siglo diferente. Veo el polvo del camino y la sal del mar. Veo los rezos, los tambores y las canciones que viajaron siglos para llegar hasta mí.

Soy la suma de sus cantos, sus batallas, sus pérdidas y sus lenguas.

Y entonces entiendo: no soy el final de una historia, sino su continuación.

Soy el resultado de pueblos que resistieron, de voces que se negaron a morir. Mi sangre es archivo, frontera, memoria y puente. En mí convergen los cuatro puntos cardinales: el maíz, la cruz, el canto y el tambor.

Y con ellos, sigo caminando.


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Soy Fernando Castillo

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