En la travesía de la vida, cada uno de nosotros camina por un sendero único. Ese sendero es nuestro dharma: el conjunto de responsabilidades, talentos y propósitos que nos corresponden según quiénes somos y dónde estamos. No es una obligación impuesta, sino una invitación a vivir con autenticidad y coherencia.
Pero no basta con caminar. Cada paso que damos deja una huella: eso es el karma. No importa cuán noble sea el camino si lo recorremos con egoísmo, indiferencia o daño. Las huellas que dejamos —nuestras acciones, palabras y decisiones— se convierten en ecos que nos alcanzan tarde o temprano.
Cumplir con nuestro dharma no significa seguir reglas rígidas, sino actuar con conciencia, compasión y responsabilidad. Cuando lo hacemos, el karma que generamos se convierte en luz que nos guía, en paz que nos acompaña, en frutos que florecen incluso en los días más oscuros.
Así, vivir bien no es solo hacer lo correcto, sino hacerlo con el corazón en sintonía con el universo. Porque al final, el sendero y las huellas se funden en una sola verdad: somos tanto el camino que elegimos como las consecuencias que sembramos.








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