Lejos del mar que tanto tiempo abracé, encuentro la inmensidad y la serenidad de la naturaleza en el recuerdo de una playa que ya no está más. La vastedad representa un refugio de tranquilidad, un lugar donde los pensamientos pueden vagar libres y donde las preocupaciones diarias se disuelven como la sal en el agua.
En una tarde silenciosa, los pensamientos se entrelazan y se acumulan como dunas vírgenes, moldeadas por los vientos de la mente. Los silencios se convierten en los amos absolutos, creando un espacio donde perderse y encontrarse a uno mismo es casi inevitable.
Sentado al borde de este cálido paisaje en la memoria, mi corazón late con la intensidad de un mar embravecido, reflejando las emociones profundas que surgen en la quietud del recuerdo.
La introspección en ese aislado paisaje permite una conexión más profunda con uno mismo, más allá del ruido y las distracciones del mundo cotidiano. Es un espacio donde la mente y el corazón pueden dialogar libremente, explorando deseos, temores y sueños. La sensación de estar suspendido fuera del mundo, más allá de todo lo conocido, proporciona una perspectiva única sobre la vida y sus complejidades.
Es en este instante cuando se revela la importancia de encontrar momentos de paz y silencio para reconectar con nuestra esencia. Es en estos instantes de soledad y contemplación donde podemos descubrir nuevas verdades sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea.








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