Un día dejé de tomar fotografías y nunca supe el porqué. Quizás fue el peso del tiempo, que convierte cada instante en un fugaz destello de luz. O tal vez, fue el cansancio de buscar motivos en cada rincón, de capturar momentos efímeros con la esperanza de detener el tiempo.
En el silencio de esa pausa fotográfica, descubrí un universo de reflexiones ocultas entre las sombras. Comprendí que cada imagen congelada en el tiempo era más que una simple captura; era un fragmento de vida, un susurro del alma que se manifestaba a través del lente. Al renunciar a la búsqueda frenética de la perfección visual, encontré la libertad de simplemente ser, de fluir como nunca lo había imaginado.
Ahora, además de capturar el mundo a través de una lente, contemplo el mundo con los ojos del corazón. Veo la belleza en la imperfección, la armonía en el caos, la poesía en lo mundano. Ya no persigo la imagen perfecta, sino la experiencia auténtica, el instante efímero que se desvanece en el tiempo.
Esto no es solo una reflexión fotográfica, sino una lección de vida: si has estado en reposo de algo que amas, quizás un día vuelvas a levantar la mirada y capturar de nuevo la magia que yace en cada esquina, cada rincón. Por ahora, en el silencio, abrazo la quietud como una vieja amiga. Pero, a veces, dejar de buscar es el primer paso para encontrarse a uno mismo.








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